Raúl Olmedo: testigo del terrorismo

TESTIMONIO DE UN CIUDADANO CHILENO
TESTIGO Y VÍCTIMA DEL TERRORISMO
QUE ASOLÓ A CHILE
ANTES Y DURANTE EL GOBIERNO MILITAR

el terrorista Miguel Enríquez Espinosa


TERRORISMO Y VERDAD HISTÓRICA    (1)

"El autor del cobarde crimen, acorralado en una casa de calle Santa Fe de la Comuna de San Miguel... había presentado resistencia,  pereciendo luego en la refriega.  Se trataba del líder mirista Miguel Enríquez."

"El nombre de Miguel Krassnoff Martchenko no nos era conocido entonces... y hoy le expreso aquí – como hubiera querido hacerlo entonces – mi reconocimiento por su valor y decidida actuación el día 5 de octubre de 1974.  Salvó – no tengo duda de ello – vidas de empleados bancarios, o quizás de otras empresas,  que habrían sido muertos en sus puestos de trabajo por la mano demente y  criminal del MIR."



         “En el dominio de la historia es donde el escepticismo se complace más en hacer su irónica pregunta: ¿Quid est veritas?
         ¿Podemos hablar de una verdad histórica, cuando constatamos cada día que todo el mundo refiere la suya, que es diferente a la verdad de los demás?
          La gran debilidad de la historia es que los fragmentos de verdad que ella puede comprender son los que están más a menudo aislados y alterados por las pasiones y los intereses.”
                                                                                       Guglielmo Ferrero, Ginebra, 1936
 


          Terminó por irritarme el asuntito ese de “mi padre asesinado por los militares”, tan recurrentemente utilizado por el  ex candidato Enríquez Ominami en los pasados meses.

          Puedo entender, y hasta celebrar,  que un ciudadano lleve flores a la tumba de su padre, cualesquiera que hayan sido las causas de su muerte, o sus culpas.  Y puedo, también, considerar la posibilidad remota de que el señor Enríquez Ominami haya sido en su infancia mal informado sobre los antecedentes y las circunstancias de la muerte de su progenitor. Lo que implica haber optado por mantenerse luego en un limbo durante los últimos 35 años.

          Pero los chilenos en su globalidad no pueden ser tan imbéciles – ni aún los que ni siquiera habían nacido en 1974 – como para tragarse tamaña estupidez.

         “Asesinado por los militares”, así, a sangre fría y sin razón alguna, como quien dice, no guarda relación con los hechos reales. No es esa, ni cercanamente, la historia de sangre que me tocó de cerca. Y la majadería del joven socialista que intenta abrirse paso en la política local mediante la manipulación de la memoria colectiva, me lleva a recordarla para Uds.

           Asentemos, en primer lugar, que la inmensa, abrumadora mayoría de los miristas, socialistas y terroristas de todo tipo que se jactan hoy de haber combatido “contra la dictadura” – y piden, de paso, pensiones y reconocimiento por ello - simplemente jamás lo hicieron.   En primer lugar, porque iniciaron su actuación criminal hacia 1968, unos cinco años antes del golpe de 1973 que puso a las FF.AA. en control del país.  No había dictadura militar que combatir entonces (1968-73), y su actuación se limitó al bandolerismo simple, en procura de fondos y titulares de prensa.  Hubo, eso si, énfasis en daño, lesiones y muerte de trabajadores inocentes o simples ciudadanos.  Desprecio absoluto por la vida de quienes, o no compartían sus designios de violencia, o casualmente se interponían durante la ejecución de sus asaltos.
          En segundo lugar, porque sus acciones armadas durante el gobierno militar de 1973-89 se aplicaron de preferencia contra civiles desarmados – usualmente empleados de la banca y otras empresas con dinero efectivo que sustraer – y consistieron casi siempre en violentos, a menudo sangrientos asaltos en procura de bienes, dinero y primeras planas. 

           En cuanto a los uniformados abatidos por el terrorismo después de septiembre de 1973, estos fueron, en alto porcentaje, carabineros salientes de servicio, asesinados de un tiro en la espalda mientras esperaban locomoción colectiva en el paradero más cercano a su cuartel.   O custodios de monumentos (como el de la “llama eterna” en el Cerro Santa Lucía), liquidados también por la espalda y sin opción de defensa alguna.   Unos pocos fueron asesinatos selectivos de autoridades, mediante golpes de manos sorpresivos, de los cuales los casos del coronel Roger Vergara y el general Carol Urzúa son los más representativos.  Se cometieron esos atentados, como se recordará,  actuando sobre seguro, a mansalva, sin arriesgar ni remotamente un enfrentamiento armado.  Acribillar a la víctima y desaparecer era el método. Eficiente, por cierto.

        Solo enfrentaron a fuerzas militares – tales terroristas asesinos - en los pocos, contados casos extremos en que fueron rastreados y cercados.  Y aún así, para el sólo efecto de escabullirse y desaparecer, cuando pudieron hacerlo. 

        Asesinato cobarde y terrorismo, entonces, si los hubo y a destajo. “Expropiación” de dineros de la banca y empresas con caja disponible, también. Con víctimas civiles inocentes y en medida abundante. “Daño colateral”, creo que le llaman.

      Pero “combate heroico” a la dictadura en el sentido que hoy se da al término, para nada.

      Aclarado lo anterior, se entenderá que la ciudadanía – y en particular los empleados bancarios – manifestaran un marcado rechazo a la actuación de esos desalmados, y que – partidarios o no de la intervención militar del 73 – vieran con beneplácito todas las medidas encaminadas a suprimirlos.

       Así como entre los movilizados del ´78 en la emergencia bélica que provocó Argentina existió, para efectos de apechugar con la guerra y sus consecuencias,  absoluta transversalidad entre detractores y partidarios del gobierno militar – lo que viví personalmente – también entre los empleados bancarios de esos años, representantes de una enorme masa ciudadana de distinto pensamiento político, el rechazo al terrorismo brutal y la muerte de trabajadores inocentes fue ampliamente mayoritario.  Casi universal.

      Como se ha comentado – de fuentes socialistas, lo que hace algo dudosa la veracidad del suceso – el presidente Allende le habría mandado, desde la Moneda cercada el día “once”, un particular recado al líder mirista – y padre del citado ex candidato Enríquez Ominami – el señor Miguel Enríquez Espinoza. “Díganle a Miguel que ahora le toca a él” dicen que dijo el Presidente de la Unidad Popular, o algo así.  Menudo encargo.
          
        Haya sido por esa causa, o por mera vocación criminal,  el señor Enríquez y sus tenebrosos muchachos - amnistiados de su pasado sangriento no hacía mucho por el Presidente marxista, atendido su carácter de “jóvenes idealistas” (así como asociando el concepto a “deportistas”) -  pasaron al clandestinaje e iniciaron una serie de acciones delictivas, diz que con miras a procurarse los imprescindibles fondos que requerían para su actividad de terror y muerte.

        Encontramos hoy en Internet el relato romántico de tales desmanes, en que se oculta cuidadosamente el trasfondo criminal que golpeaba a la ciudadanía.  Se acuña allí el concepto de “lucha heroica” a que nos hemos referido.  Pero no se habla una palabra de los cientos de trabajadores inocentes que fueron violentados, amedrentados, heridos y hasta asesinados en el proceso, llevando luto y dolor a sus familias.   Como lo habían sido durante el período 1970-73 por la izquierda violentista y su aliado natural, el lumpen, sueltos ambos en las calles y en los campos de Chile.
           
       Y resulta que a los trabajadores de la banca, y de otras empresas que custodiaban fondos en sus oficinas, mal podía importarles la justificación ideológica de una lucha que amenazaba directamente sus vidas y su integridad, dejando desprotegidas a sus familias. Y sin posibilidad alguna de autodefensa.
       
        Allá los miristas con sus ideales.  Que se enfrentaran a los militares parecía hasta lógico, en su vesánica filosofía de violencia.  Pero que, a la pasada,  no trepidaran en herir y asesinar a trabajadores sin arte ni parte en el asunto – que a veces compartían las doctrinas de la Unidad Popular - era cosa muy distinta.

        Para entender cabalmente la situación de violencia mirista que se vivió en esos años – o meramente recordarla para quienes fueron sus actores – parece conveniente relatar en detalle los sucesos culminados el 5 de octubre de 1974 con la muerte de Miguel Enríquez.

       Hablo de los acontecimientos reales, la verdadera historia.  No de la historieta posterior que pretende lavar la imagen sangrienta de los matones del MIR.

        He aquí los hechos.
        

Año 1974

          Luego de un prolongado fin de semana “con puente” que favoreció unas Fiestas Patrias celebradas bajo toque de queda, la semana laboral bancaria se inició sin novedades el día lunes 24 de septiembre de 1974. 

          Una considerable cantidad de dinero recogido por el comercio durante esas fiestas empezó a fluir hacia las distintas sucursales de los bancos en todo el país.  En 24 horas, las bóvedas de estos empezaron a rebosar de billetes, a la espera de ser recogidos por los camiones que los trasladarían a sus oficinas centrales, o los distribuirían en aquellas sucursales que los necesitaran.   Si uno va a pensar como asaltante, ciertamente ese era un buen momento para un golpe de mano,  con la casi certeza de obtener un botín redituable.

          Un día de mediados de esa semana, en la pequeña sucursal “Huelén” del Banco de Chile – hoy, desaparecida – ubicada en el subterráneo de la galería y cine de igual nombre, en Santiago Centro, ocho empleados se ocupaban, poco antes de las 9 horas, de preparar los elementos para lo que se esperaba sería otra larga y pesada jornada.

          El actor principal a la indicada hora era, desde luego, el cajero-tesorero de la Sucursal. Su día se iniciaba con la labor de proveer de fondos a los otros cajeros para el inicio de las labores, y luego, además de actuar el mismo como cajero recibidor y pagador de sumas mayores durante el horario de atención, debería controlar todo el movimiento en efectivo del día laboral y cuadrar en global las partidas contables relacionadas.  En su poder estaban, como está establecido, las llaves de la bóveda de la oficina.

         La diminuta sucursal Huelén no contaba entonces con un guardia de seguridad.  En realidad, no había tales guardias en ninguna sucursal del Banco de Chile en 1974.  Ni en toda la banca, porque la legislación vigente no los exigía.  Sólo en la Oficina Central prestaban tal tipo de servicios tres detectives jubilados – vistiendo tenida civil – y un cuarto cumplía igual función en Valparaíso. Era toda la protección de seguridad con que contaba el Banco de Chile en el contexto nacional.   Tampoco había en la sucursal Huelén  ese día arma de fuego alguna.   Un revólver de 6 tiros de .38” de calibre y cañón corto – según la autorización de Superbancos – debió registrarse en su inventario.  Pero, como en la mayoría de las sucursales pequeñas, no había tal arma. Ni menos alguien que fuera perito en su manejo y capaz de utilizarla en una emergencia.  La dotación de ocho empleados, entonces, apenas suficientes para la operación de una pequeña oficina de servicios, no orientada especialmente a los grandes negocios, activaba a esa hora los preparativos de un día laboral a minutos de iniciarse.

         De súbito, cuatro individuos portando armas de puño, y a rostro descubierto, irrumpieron en las oficinas intimidando al personal y gritando órdenes que pusieron a todo el mundo manos arriba.  Y casi enseguida, tumbados en el piso.

         Los asaltantes exigieron de inmediato, entre órdenes vociferadas y puntapiés a los empleados tendidos en el suelo, la entrega de las llaves de la bóveda.

         El citado cajero-tesorero – de nombre Renato Robinson del Canto – se encontraba al interior de su caja preparando los vaucher de traspasos internos de fondos y su libro de caja. Todavía no iniciaba la entrega de valores a los otros cajeros.  Reaccionó instintivamente a los sucesos cerrando – como si de algo sirviera -  la puerta de su caja y arrojando con disimulo las citadas llaves al piso, a un rincón oscuro del pequeño recinto y fuera de la vista.

         Un hombre muy especial, Renato Robinson.  Alto y robusto, en sus medianos treinta, padre de familia, deportista y especialmente apreciado por sus pares en razón de su carácter grato y afable.  De disciplinada y larga  militancia sindical, contaba no sólo con la confianza de la empresa en sus labores de cajero-tesorero, sino también con el respeto bien ganado de la organización sindical de los trabajadores del Banco de Chile. Practicaba ese empleado bancario un deporte peculiar: la halterofilia.  Por ello, una fuerte contextura de hombros, brazos y piernas poderosos, desarrollada en esa práctica, unida a su aventajada estatura, originaba en su círculo inmediato bromas y comentarios jocosos  acerca de una fuerza hercúlea.

         Los asaltantes identificaron rápidamente al custodio de las llaves de la bóveda – en la que se guardaba en esos momentos una reserva considerable – y requirieron bruscamente a Robinson  salir de su caja y abrir el recinto abovedado. Como este se mantuviera en su lugar, hosco y en silencio,  uno de los bandidos trepó al mesón de atención de público, y desde allí alcanzó la parte superior descubierta de la caja pagadora N° 1.  Procedió entonces a golpear repetidamente al cajero-tesorero en la cabeza con el caño y empuñadura del revólver que portaba, produciéndole distintos cortes en el cuero cabelludo que empezaron a sangrar de inmediato. Lo amenazó seguidamente con disparar contra él su arma, si no salía de su refugio en tres segundos.  Sin opciones, casi ciego por la sangre y el dolor, el amenazado abrió la puerta y abandonó la caja. Hilos de sangre corrían por su rostro y la parte superior de su camisa ya mostraba extensas manchas rojas.

        Fue al punto empujado contra un muro, inmovilizado mientras se registraba sus ropas, y luego emplazado claramente, entre feroces insultos intimidatorios, a entregar las llaves de inmediato o morir ahí mismo.

        El líder del grupo asaltante, un hombre en sus 30, alto y delgado, de tez blanca, cabello castaño claro y bigote - según la descripción posterior -  procedió en ese momento directamente con esa intimidación, mediante nuevos gritos e improperios. Manifiestamente irritado por el silencio del interrogado, propinó acto seguido - con viril valentía -   varios golpes de puño en el rostro de su víctima, en tanto le sujetaba de la pechera de su camisa. Grave error.

       Un impulso atávico, o quizás la desesperada reacción del torturado que intuye su próximo fin, gatilló una orden en el cerebro de Renato Robinson, y este, empujando a su atacante para darse espacio,  lanzó un derechazo – con toda su alma y el poder de unos hombros acostumbrados a mover 100 kilos de pesas de hierro – que impactó en pleno rostro de su acosador.   Este salió proyectado con violencia hacia atrás y se estrelló contra un escritorio a 4 o 5 metros de distancia, semiaturdido. Dos de sus cómplices acudieron de inmediato en su ayuda para ponerlo de pié. Medio farfulló entonces una orden que todos en el recinto percibieron distintamente: “Bájalo”.   El tercer acompañante, nivelando su arma -  un revólver -  disparó a corta distancia – quizás dos, o dos y medio metros – seis tiros calibre .38 contra el cajero inerme quien, también semi aturdido por la golpiza anterior, se mantenía de pie junto a la pared.

         Los testigos presentes que declararon más tarde ante la policía – vale decir, el resto del personal de la sucursal Huelén – no atinaban a explicarse como fue que, a esa corta distancia, el terrorista errara su primer tiro.   Pero enseguida los otros cinco gruesos proyectiles impactaron al cajero en su vientre, en una zona que abarcó desde el ombligo al pubis. Pero el hombre, increíblemente, no cayó.  Quizás si porque en ese momento se apoyaba en la pared contra la que había sido acosado.

          Los asaltantes – siempre vociferando insultos – tomaron entonces a su maltratado jefe y llevándole casi en vilo, sangrando de la boca,  abandonaron el recinto. Su botín consistió en un artefacto metálico de seguridad, portátil, del tamaño de una caja de zapatos, conteniendo una magra suma en efectivo.

          El jefe administrativo de la sucursal procedió en ese instante, mientras el resto de sus compañeros se apresuraban a socorrer al baleado, a cumplir las pobres instrucciones vigentes a esa fecha para tales eventuales  contingencias: llamar de inmediato a una ambulancia, así como dar aviso a las autoridades del Banco y a la policía. Poco más habría podido hacer en esos momentos, en verdad.
          Renato – y nunca he podido explicarme la razón de ello – fue trasladado por sus afligidos compañeros al baño del personal de la sucursal. Quizás porque había disponibilidad de agua allí, aunque tampoco ellos se explicaban más tarde la razón de ese traslado. Como fuere, el herido insistió en hacerlo por su propio pié, pero ya en el lugar, sus piernas aflojaron y cayó al piso.  A poco, perdió la conciencia.  Los cinco proyectiles de .38 de pulgada habían atravesado su cuerpo por debajo de la línea del diafragma, perforando numerosas asas intestinales y la vejiga, pero sin tocar – según se comprobó en el quirófano – vasos importantes que pudieran haber causado una hemorragia fulminante. Tampoco la columna vertebral.  En esos momentos, el contenido de sus intestinos y vejiga se vertía inconteniblemente en las serosas de su cavidad abdominal, infectando los tejidos. Y los vasos cercenados por las balas empezaban un sangrado continuo.

           Yo detentaba entonces el cargo de elección popular de Secretario Nacional de la Federación de Sindicatos del Banco de Chile, formada por 14 organizaciones de base a lo largo del país. Una serie de episodios anteriores – aunque sin el cruento resultado del que recuerdo en estas líneas -  había establecido un compromiso de la empresa para darme inmediato aviso de tales emergencias.  Me correspondía actuar en tales casos, además de mi representación sindical, por mi  cargo laboral en la recién creada Sección Bienestar.

           Un llamado de la gerencia me alertó, pues,  de lo ocurrido, unos 20 minutos después de que Renato Robinson fuera baleado. Me trasladé sin demora al lugar, a pié - a la carrera en verdad - desde mi escritorio, ubicado apenas a cuadra y media de la Sucursal Huelén, y llegué allí en los momentos en que una ambulancia de la Posta Central (bendita sea) se alejaba a toda sirena con el herido en su interior.  Luego de recabar un breve informe de los alterados empleados que habían presenciado los hechos, y con la policía ya en el lugar, paré en la esquina un taxi que me condujo en breves minutos al edificio de la Posta, en la calle San Francisco con Diagonal Paraguay. 

           Tuve suerte. Uno de los equipos de cirugía mayor de emergencia de ese centro ya intervenía al herido en el quirófano, y en él participaban varios médicos conocidos.  Mi hermano, entre ellos. Recibí, en consecuencia, información inmediata y contingente de todo el proceso en marcha, los pasos a seguir y el limitado pronóstico que se podía establecer a esas alturas.

           La cirugía,  primera de muchas en el futuro,  se prolongó por varias horas. Había que ubicar cada perforación en los intestinos – y eran docenas de ellas – y suturarlas, además de clampear y luego también suturar todas las arterias sangrantes y venas cercenadas.  Además de practicar la inevitable colostomía que dejaría al herido, si sobrevivía, defecando durante meses por un ano artificial. Y estaban, también los graves daños a la vejiga. 

           Quienes recuerden el caso del Papa Juan Pablo II,  agredido en la Plaza San Pedro – en 1981 - con dos balas de 9 mm., que atravesaron sus intestinos, podrán imaginar el efecto de cinco proyectiles de mayor calibre impactando en la cavidad abdominal de un ser humano.

           Fue una fortuna que tales proyectiles no alcanzaran el torso del cajero, por encima del diafragma.  Habrían producido con mucha probabilidad daños en las vísceras allí ubicadas (hígado,  pulmones, bazo, páncreas, estómago y corazón) y destrozado los vasos que las irrigan, desde luego.  Y probablemente, como en el caso posterior de Jaime Guzmán E., en 1991, el estallido de alguna de éstas por efecto de la velocidad del proyectil, multiplicada por su masa,  al producirse el  impacto.  Nada de eso había ocurrido, sin embargo, por mediación del ángel de la guarda de Renato  Robinson. Eso pensaba en esas horas negras su esposa, una mujer de gran temple,  y seguramente aún lo cree así.

          Pero las lesiones eran de tal consideración, que se temió repetidamente por la vida de nuestro compañero en los meses siguientes, y tardaría después varios años en alcanzar una recuperación apenas suficiente para reasumir sus labores.

           En esas iniciales horas tensas y angustiantes, mientras me ocupaba -comisionado especialmente por  la Administración del Banco de Chile para ello -  de atender y asesorar a la angustiada familia de la víctima, una rabia inmensa iba creciendo en mi alma. El mismo furor impotente que hacía rechinar los dientes de miles de trabajadores de la banca – no solo de aquellos del Banco de Chile – que seguían las noticias con ansiedad.

           Veíamos el resultado de un acto demencial, inútil, que ponía a un padre de familia al borde de la muerte, o quizás la invalidez, para satisfacer el afán de aventuras de unos cuantos bomberos locos llamados a “salvar la Patria”.  Pero salvarla  disparando sobre trabajadores  inocentes,  desarmados y previamente intimidados.  Así es más fácil, desde luego, y vaya que combatientes tan valerosos los muchachos del MIR.

            Un detalle, informado por los testigos a ambas policías y al Ejército, entibiaba sin embargo mi corazón.   Renato, con su violento derechazo, había provocado lesiones visibles en el rostro del jefe de los asesinos.  Varios empleados de la sucursal asaltada concordaban en ello.  Llevado casi a hombros por sus cómplices, su boca lucía rota, seguramente con un labio partido, y sangraba en consonancia.  La policía, pues – y también el aparataje militar anti terrorismo, según sabría luego – buscaba en cada rincón de Santiago a un sospechoso con descripción clara y una herida notoria en su boca por golpe de puño.  Ya era algo.

            Recibí en esos días, en ausencia del Presidente de la Federación de Sindicatos del Banco de Chile, la solidaridad y el apoyo expresado por escrito de todas las organizaciones sindicales bancarias del país, agrupada en la llamada Federación Bancaria. El propio Directorio de esa Federación se hizo presente en la Posta Central, y luego en la Clínica Santa María, así como en mis oficinas sindicales, proponiendo movilizaciones  de los trabajadores y actos públicos de repudio al atentado criminal.   Ilusiones, desde luego. Regían las limitaciones del toque de queda vigente,  y sólo recibimos la negativa expresa de la autoridad militar.

          Trascurrieron a continuación días de tensa espera, en que la vida de mi cuasi-ejecutado compañero pendía de un hilo, y la indignación de los trabajadores de la banca crecía y se iba haciendo cada vez más densa y más oscura. 

          Y entonces, el sábado 5 de octubre, al cumplirse diez u once días de los sangrientos sucesos, la buena noticia nos llegó a través de la prensa y la TV, inicialmente.  Y el siguiente lunes, mediante confirmación directa de la Intendencia de Santiago: el autor del cobarde crimen, acorralado en una casa de calle Santa Fe de la Comuna de San Miguel, al sur de Santiago, había presentado resistencia, pereciendo luego en la refriega.  Se trataba del líder mirista Miguel Enríquez.  Sus cómplices huían y estaban siendo cercados.

        Vaya explosión de júbilo entre los trabajadores del Banco de Chile y toda la banca nacional.  Saltábamos y nos abrazábamos como locos en nuestros puestos de trabajo. El asesino cobarde y ventajoso muerto a tiros.  Formidable.

         El suceso se presenta por el MIR en Internet, hoy, como un motivo de dolor y pesadumbre para el pueblo chileno, pero la verdad es muy distinta.  Al menos los trabajadores bancarios y nuestras familias, mas el mundo civil inmediato que nos rodeaba,  estábamos, simplemente, ebrios de alegría.

          Debimos postergar, sin embargo,  toda celebración formal de tan grata nueva durante más de una semana. Hasta que finalmente,  el día sábado 20  de octubre de 1974, unos 350 dirigentes sindicales y delegados del personal de todos los bancos comerciales de Santiago y localidades cercanas, más algunos invitados de la Administración, nos reunimos para ese efecto en el Estadio del Banco de Chile (Vitacura).   La convocatoria era clara, y procedimos allí a cenar y libar – de “toque a toque” como exigía la coyuntura – animada y extensamente en celebración del exterminio de uno de los “perros asesinos de empleados bancarios desarmados”. Recuerdo muy bien el concepto porque lo repetimos muchas veces a lo largo de esa noche.

        Lo entendíamos entonces, y lo entiendo así hasta hoy, como el exterminio sanitario de una plaga peligrosa, letal para la gente decente y de trabajo. E inerme.

        Como broche de oro, pudimos comentar allí  – por infidencia especial hecha desde el gobierno a nuestra gerencia, bajo reserva – que efectivamente  los restos del fallecido en calle Santa Fe presentaban  la evidencia de un serio golpe en su boca, en proceso de cicatrización.

        Así pues, dedujimos, el extremista abatido – nada menos que el mentado Enríquez Espinoza - se había marchado de este mundo con la huella de un magistral “combo en el hocico” propinado por uno de los nuestros al momento de ser torturado. Detalle genial para los que allí celebrábamos, consistente y muy adecuado a nuestro creciente odio hacia los asesinos terroristas.

        El nombre de Miguel Krassnoff Martchenko no nos era conocido entonces, ni salió para nada a la luz en esas fechas.  La carta que, en mi condición de Presidente subrogante de nuestra Federación de Sindicatos envié al Intendente de Santiago, agradeciendo el feliz resultado del procedimiento militar-policial que eliminó al líder agresor de nuestro compañero de labores, no mencionaba a ese oficial de Ejército.

        Me enteré de su existencia y participación en el procedimiento y choque de calle Santa Fe muchos años mas tarde, y hoy le expreso aquí – como hubiera querido hacerlo entonces – mi reconocimiento por su valor y decidida actuación el día 5 de octubre de 1974.  Salvó – no tengo duda de ello – vidas de empleados bancarios, o quizás de otras empresas,  que habrían sido muertos en sus puestos de trabajo por la mano demente y  criminal del MIR.
                                          
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      Tengo en claro que rememorar tales acotados acontecimientos de ese movido 1974 deja trunca, para efectos de ilustrar a las nuevas generaciones, una visión más general y objetiva del Chile post 11 de septiembre.  Por “objetiva” pretendo señalar que no todo era entonces blanco o negro. Había muchísimos grises en la gama, e iniquidades terribles.

      Lo honesto es, pues, configurar un cuadro que recuerde las travesuras de todos los involucrados, y no sólo la visión sesgada que provee el Informe Rettig, o la historia parcial que ilustra el Museo de la Memoria. Tampoco las versiones depuradas que entregó entonces el Gobierno Militar.

      Si los lectores de este blog lo permiten, reflotaré para ellos, en próximos posteos,  algunos hechos especialmente notables que vivimos los chilenos de a pie, los comunes y corrientes ciudadanos,  en aquellos agitados tiempos.

    
Raúl Olmedo D.

Febrero de 2010